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Mí no entender

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El mundo cambia. Y lo hace, cada vez, más velozmente. Nunca antes la humanidad había avanzado tanto en tan poco tiempo; nunca la humanidad había destruido su hábitat con tanta saña y con tanta prisa. Cada descubrimiento supone un avance equivalente a siglos anteriores.
Conocí un mundo muy distinto al de mis padres aunque pude entender buena parte de lo que allí pasó. Mis hijos conocen un mundo que nada tiene que ver con el mío. Y no entienden nada de nada. Ya no se trata de entender. Ahora el objetivo es avanzar, cueste lo que cueste.
Antes, las salas de cine eran enormes. Una puerta, un cine. Nada de multisalas. Al entrar (detrás de una cortina de terciopelo granate y enorme) te recibía una persona vestida con un uniforme completamente anacrónico que sostenía una linterna en la mano. Te colocaba en tu asiento. Lo iluminaba para que pudieras sentarte sin equivocación posible. Porque al cine se podía llegar tarde a cambio de una propinilla. Si se trataba de una sesión doble con más razón. Entrabas y si la película había empezado no pasaba nada. Veías lo que restaba, veías la siguiente, seguías sentado y asistías a la proyección de la parte no vista de la primera de las películas. Entre película y película se visitaba el bar del cine. Aguantar la cola formaba parte del rito. Y, de regreso a la butaca, te encontrabas sobre las piernas el abrigo, la bebida y las palomitas. No había hueco para cada cosa porque donde acababa tu localidad empezaba la siguiente. Bien pegadita.
Durante la proyección podía pasar cualquier cosa. Problemas de sonido, el proyector descacharrado, la película que se quemaba. Y a eso se contestaba con gritos y silbidos. Con grandes escándalos.
En las últimas filas se refugiaban tres tipos de espectadores muy significados. Los novios para aprovechar lo negro de la sala, los fumadores y los gamberros. Aunque el lugar preferido para fumadores y gamberros era el gallinero. Allí las persecuciones de los acomodadores eran duras. Con sus linternas buscaban culpables sin parar. Y los expulsados salían del cine pensando que, al menos, la localidad del gallinero era más barata que la de butaca de patio.
Qué emoción pasar por la puerta del cine de barrio teniendo menos de dieciocho años cuando la película estaba calificada para mayores (en la España puritana y mojigata aquello era una heroicidad para un chico que no era mayor de edad). Qué olor a ozono pino. Aún podría describir el aroma y el asco que me producía si lo acababan de soltar con una de esas máquinas que también se utilizaban para regar las plantas con insecticida.
Pero la gran estrella era la Gran Vía madrileña. Aquello era otra cosa. Un cine de barrio era insignificante si lo comparabas con cualquiera del centro de Madrid. Las colas para asistir a los estrenos eran gigantescas. Incluso hubo reventa de entradas en muchos de ellos. Terremoto, El coloso en llamas, Grease, Fiebre del sábado noche, Rocky, Las guerra de las galaxias; Alien, el octavo pasajero. Aplausos al acabar la película. Emociones nuevas que nos traían mundos imposibles de imaginar hasta ese momento.
Ir al cine era un rito, era importante. No existían el vídeo ni el Dvd. Los ordenadores estaban en la NASA. El cine era único, era el universo prometido. Era igual si King kong tenía pinta de peluche porque el espectador no iba a comprobar cómo evolucionaba la técnica sino a descubrir. Todo era mágico. No estoy seguro de que ahora lo sea tanto. O será que no entiendo la magia moderna. No lo sé.
© Del Texto: Nirek Sabal

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